Por: Walter Beveraggi Allende
Podemos dividir la
historia argentina en tres grandes
periodos:
1) La lucha por la independencia
(1810-1852)
2) La dominación británica-liberal
(1852-1946)
3) El yugo sionista (1946…)
La lucha por la Independencia: 1810 - 1852
Nosotros, los
argentinos comenzamos nuestra lucha contra los británicos antes de haber
alcanzado la categoría formal de Nación independiente.
En 1806 y 1807, el
gobierno británico llevó a cabo dos invasiones sucesivas de nuestro territorio,
cuando éramos aun una dependencia de la Corona española, y Buenos Aires la
cabeza del Virreinato del Rio de la Plata.
Podemos afirmar que el
pueblo criollo de Buenos Aires y sus zonas aledañas, al margen de la actitud
del propio Virrey y de las tropas coloniales españolas, adoptó una actitud de
orgullo nacional, frente a los invasores británicos. Además, los británicos, no
obstante haber traído un elevado número de tropas altamente seleccionadas,
fueron plenamente derrotados por el recién organizado ejército criollo, que se
apoderó de las banderas y estandartes de los británicos, y las conserva hasta
hoy como un trofeo nacional.
Llama la atención que
un soldado profesional francés, Santiago de Liniers, se convirtiera en el
organizador y cabeza del ejército nativo.
Pensamos que en la
lucha contra los invasores británicos, estaba en juego algo más, que el mero
rechazo de un agresor extranjero.
Los argentinos, como
casi todos los hispano-americanos, recibimos de la colonización española lo
esencial de nuestra personalidad e inspiración; particularmente la Fe Católica
y una ardiente devoción por la grandeza moral y espiritual. Sumado a ello, el
régimen colonial español no fue uno de desaforada opresión y despojo.
Por el contrario, la
tradición británica, desde el surgimiento del Protestantismo y particularmente
el crecimiento de la masonería, durante el siglo XVIII, se había convertido en
una fuente de subversión liberal, anti-religiosa, y especialmente anti-católica.
Esta posición liberal, materialista, había fructificado ya en la Revolución
francesa de 1789 y había influenciado a la monarquía española, desde fines de
la misma centuria.
Como consecuencia de
ello, desde el comienzo del movimiento independentista en Buenos Aires, antes
de la Revolución de mayo de 1810, cuando se estableció un gobierno nacional,
dos fracciones estaban irreconciliablemente enfrentadas: 1) los tradicionalistas, grupo católico
vigorosamente antimasónico, que favorecía una política de proteccionismo a favor de la industria y de las artesanías locales;
y que también apoyaba un sistema político de “federación de los estados
provinciales”, antes que un gobierno centralizado (de ahí que se llamara a sus
miembros “federales”). 2) los liberales,
un grupo pro-masón y pro-británico, que favorecía el “libre-comercio, y todo
aquello que pudiera facilitar la infiltración y la “protección” inglesa de las
nacientes naciones hispanoamericana; y que estaban también a favor de un
gobierno centralizado, llamados por eso “unitarios”.
Los británicos,
enteramente derrotados –según dijéramos antes- en sus intentos de invasión,
procedieron entonces a infiltrar los sectores cultos de las clases alta y
media, asociando astutamente el espíritu de independencia nacional con
propuestas liberal-masónicas, acompañadas de la promoción del “libre comercio”,
que favorecía sus planes comerciales en el “Nuevo Mundo”, y que atraía también
a muchos comerciantes que vivían en Buenos Aires, el puerto principal de Sud América.
El soborno, la
ideología liberal, la masonería y la intriga al por mayor, fueron así las
herramientas principales mediante las cuales los británicos contribuyeron a
desmembrar el antiguo Imperio Español, y a ganar a través de títeres nativos el
control de las logias y de los partidos políticos. Cuando todo ello no era
suficiente para alcanzar sus objetivos, la intervención armada directa se
dispensaba sin demora, en favor de sus aliados nativos, alguna vez en
coincidencia y colaboración con intereses imperiales franceses, tal como
ocurriera en más de una oportunidad en Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay,
durante el siglo XIX.
La Colonia prospera: 1852 – 1946
Hacia 1852, el gran
caudillo federal, don Juan Manuel de Rosas, quien había gobernado durante casi
veinte tormentosos años como un verdadero nacionalista, fue derrotado por una
alianza integrada por un buen número de argentinos unitarios, por tropas
brasileñas, financiadas por los británicos, y hasta por un aventurero italiano
y mercenario liberal, Giusepe Garibaldi, actuando las logias masónicas como
“lazo de unión” entre todos estos heterogéneos socios.
De esta manera, a
partir de 1852, se concretó la “Organización” institucional de la República
Argentina, bajo la promoción y tutela de un grupo considerable y poderoso de
masones liberales que operaban bajo la dirección de la Gran Logia británica.
Corresponde aclarar a
esta altura que, si hacemos una referencia más bien extensa a la influencia británica
en el desenvolvimiento histórico de Argentina, ello se debe a que –Gran Bretaña
ha desempeñado desde el siglo XVIII un rol prominente como “punta de lanza” del
movimiento sionista mundial, y esta organización ha asumido una influencia
decisiva en los asuntos argentinos, en las últimas décadas, tal como lo veremos
más adelante.
Estrictamente dentro
del molde del “interés británico”, la economía argentina se desarrolló a un
ritmo considerable. Se considera que, entre 1875 y el comienzo de la Segunda
Guerra Mundial; Japón y Argentina fueron los dos países que alcanzaron una más
alta tasa de crecimiento (en el caso de Argentina, algo así como el 5%,
acumulativo por año).
Es interesante hacer
notar que las dos guerras mundiales tuvieron el efecto de un estímulo
imprevisto para la industrialización nacional. Dado que las importaciones eran
difíciles o aún imposible de obtener con motivo de la guerra, hubo que
desarrollar rápidamente alguna suerte de industria local, a fin de proveerse de
aquello que resultaba prácticamente imposible de obtener en el exterior. Y la
ingeniosidad de la gente, unida a la perspectiva de buenas ganancias, hicieron
el milagro de impulsar una industria nacional que se gestó al margen de la
voluntad y preocupación de todos los gobiernos argentinos, desde 1852.
Para corroborar este
criterio bastará decir que, después de la considerable diversificación
económica y desarrollo industrial alcanzado durante la primera guerra mundial,
el gobierno nacional no hizo nada para preservar el progreso logrado y aun
trató de desandar en esa materia todo lo que le fue posible.
De cualquier manera, la
economía argentina evidenció un firme y destacable crecimiento, desde 1852
hasta fines de la segunda guerra mundial. La cría de ganado y la producción
agrícola aumentaron hasta el punto de que Argentina pasó a ser conocida como el
“granero del mundo”. Las reservas monetarias eran elevadas, la moneda
circulante fue por largos periodos convertible a oro a una tasa fija (patrón
oro incluido) y la estabilidad de los precios era tan notable que el
comportamiento del correspondiente “numero índice” resulta favorecido aun en
comparación con el de las naciones más industrializadas del mundo.
Aunque Argentina era,
económicamente hablando, un “país periférico” –ello es, una especie de satélite
de las naciones más desarrolladas- había alcanzado un alto grado de bienestar,
con un ingreso “per cápita” muy por encima del nivel medio mundial, y un grado
muy ponderable de progreso cultural y social.
Todo este cuadro al que
me estoy refiriendo es el que me permite calificar a aquella Argentina como una
“colonia prospera”. Hasta entonces, sin embargo, no se habían planteado serias
interferencias contra la nación, fuera de aquellas encaminadas a mantener el estado
colonial. Y este había sido establecido con la cooperación de una clase
dirigente compuesta por liberales, masones, y una oligarquía terrateniente
opulenta, que no se preocupaba por el progreso de las masas populares.
En lo que se refiere a
los logros económicos alcanzados, no fue difícil ni meritorio llegar a ellos.
La riqueza natural del país, unida a una población bien dotada e industriosa,
hicieron el progreso relativamente fácil. Por añadidura, una política de
crédito abundante y barato, destinada a incrementar la producción, fue el
complemento necesario.
El derrumbe de la prosperidad argentina
En líneas generales,
Argentina era una nación prospera hacia fines de la segunda guerra mundial,
llena de posibilidades de convertirse en unos pocos años en un verdadero “poder
mundial”, tal como una brillante personalidad norteamericana –el Sr Archibald
Mac Leish- me lo dijo hace unos 30 años atrás.
Argentina había logrado
un progreso sustancial en materia de industrialización durante la guerra, como
único medio de proveer la demanda interna, en momentos en que la importación de
bienes se había tornado prácticamente imposible, y había acumulado también
grandes créditos contra países extranjeros, especialmente contra Gran Bretaña,
por la provisión de alimentos durante la guerra.
Sin embargo, el curso
que argentina siguió, de 1946 en adelante, fue completamente distinto.
En 1946, un demagogo
inescrupuloso –el general Juan Perón- fue democráticamente elegido para regir
los destinos de la Republica, y esta sórdida personalidad, que se auto-promovió
como un temperamento independiente, nacionalista,
que había de prestar especial consideración
a las necesidades de los trabajadores y de los necesitados, pronto se convirtió
en un dictador ineficiente, que rápidamente introdujo cambios en materia de política monetaria, los cuales pusieron
en marcha el acentuado desastre
económico que Argentina ha venido sufriendo estos últimos años.
La reforma principal
introducida por Perón, poco después de asumir el cargo como Presidente
constitucional, fue la de implantar la restricción
crediticia para fines productivos y la de elevar substancialmente las tasas de interés bancario.
Esta política, dicho
sea de paso, coincidía plenamente con las recomendaciones que poco después el
profesor Milton Friedman, un economista sionista de la Universidad de Chicago y
ganador del premio Nobel, puso en marcha como la mejor receta “monetarista”
para combatir la inflación en cualquier país del mundo.
Pero esa no fue la
única coincidencia entre Perón y los sionistas y masones, durante sus diez años
de gobierno, entre 1946 y 1955. El –por ejemplo- designó al asumir la presidencia,
como Ministro del Interior (el más alto cargo político de su gabinete) al
judío-sionista Angel Borlenghi, un dirigente obrero de segunda o tercera
categoría que no había tenido significación alguna en el ascenso de Perón al
poder; sin embargo, ese personaje fue mantenido en tan importante cargo
prácticamente hasta que manifestado como un sostenedor de la educación moral, católica,
en las escuelas lentamente se apartó de esa posición después de algunos años, y
se convirtió en gran responsable de la persecución y encarcelamiento de muchos
sacerdotes católicos en todo el país, así como de la quema de varias de las más
importantes iglesias y reductos históricos del catolicismo en Buenos Aires, en
junio de 1955.
Abrumadora influencia sionista en Argentina, en las últimas
cuatro décadas.
El derrocamiento de Perón,
en septiembre de 1955, de ningún modo significó que la influencia sionista
dejara de jugar un rol predominante en los gobiernos que lo sucedieron.
Por el contrario,
podemos afirmar que esa influencia no solo continuó, sino que se acrecentó
considerablemente. Y aun sostener que este es el común denominador de los
gobiernos que ha tenido la Argentina en las últimas décadas: sean ellos
militares o civiles, peronistas o antiperonistas (radicales, por ejemplo, como
los que gobiernan hoy, encabezados por el presidente Alfonsín).
Como consecuencia de
ello y en relación con la política económica, ningún gobierno ha cambiado,
desde 1955 hasta el presente, la funesta estrategia de mantener “drásticas
restricciones crediticias y altas o muy altas tasas de interés bancario”, sin
importarles los efectos catastróficos de esta política en la producción
nacional.
A comienzos de este
año, 1987, escribí un artículo para el Boletín
de Educación Económica, publicado trimestralmente por el Instituto Norteamericano de Investigaciones
Económicas, con sede en Barrington, Massachusetts.
El artículo tiende a
ilustrar, sobre la base de la experiencia argentina, acerca de la “conspiración económica” encaminada a
obtener el control mundial global, que los banqueros internacionales están
llevando adelante, bajo el liderazgo de David Rockefeller y su “COMISION
TRILATERAL”. He aquí algunos párrafos del referido artículo:
“Tal como explico en mi
libro, Teoría Cualitativa de la Moneda, ed. Fuerza Nueva, Madrid, 1982,
Argentina se desempeñó muy bien –en cuanto a crecimiento económico- a lo largo
de más de un siglo (1830- 1945), a pesar de su definida condición de “país
agrícola” (productor de granos y carnes), prácticamente desprovisto, hasta la
Gran Crisis Mundial, de ninguna industria significativa.
No cabe la menor duda
de que la razón esencial de ese excelente y duradero desempeño económico (firme
crecimiento del producto nacional real y notable estabilidad de precios) fue la
abundancia del crédito, otorgado por el sistema bancario, a muy bajas tasas de
interés (muy rara vez por encima del 4 % anual, pero frecuentemente por debajo
de ese límite).
Durante ese prolongado
periodo, hubo abundantes “desarreglos fiscales”, ello es, déficits
presupuestarios del gobierno y emisiones de papel moneda destinados a
cubrirlos. Ello no obstante, el crecimiento productivo y la estabilidad de
precios siguieron su curso sostenido.
Hacia 1946,
coincidiendo con el acceso de Perón al gobierno constitucional, se dispuso un
drástico giro en la política monetaria:
a partir de entonces, la restricción
crediticia y el aumento de las tasas
de interés fueron implantados sistemáticamente, basados en la causal de que
el año anterior (1945), por primera vez en más de un siglo, había ocurrido un
incremento del “índice de precios” próximo al 20 %, pero que no llegaba a ese
límite.
Después de 1946, la tasa de inflación mantuvo su nivel o creció
más aún. No obstante el hecho de que la política de dinero (crédito) escaso y
caro no trasuntaba resultados favorables, la actitud de las autoridades
económicas fue la de permanecer en el mismo rumbo: cada día dinero o crédito más
escaso y más caro, supuestamente para curar la inflación y la desocupación, aun
cuando –como decimos en castellano- el remedio fuera peor que la enfermedad.
Después del
derrocamiento de Perón en 1955, cuando la Argentina se asocia al Fondo
Monetario Internacional (1957), esta institución presionó para endurecer esta
desastrosa política. La restricción crediticia –a través del sistema bancario- fue
reforzada en todo el país y las tasas de interés que aplicaban los prestamistas no bancarios (las
compañías financieras habían aparecido por doquier, luego de la restricción
crediticia bancaria iniciada en 1946) alcanzaban normalmente al 1 o 1,5 diario.
A pesar de todas las restricciones
crediticias y monetarias aplicadas hasta entonces, hacia el comienzo de la
década del 70 la situación se tornaba cada vez peor: la tasa de inflación promedio, por ejemplo, 1973/1975 sobrepasó del
400 al 500 % por año. La quiebra de
empresas aumentaba sin cesar, las tasas de desocupación eran extremadamente
elevadas, a pesar del hecho de que, entre 1950 y 1970, de 2 a 3 millones de
personas habían abandonado la Argentina, en busca de trabajo y/o un nivel de
vida soportable en el extranjero.
Hacia 1976, aun se
avecinaba lo peor. Ese año una Junta
Militar tomó el poder y designó a José Martínez de Hoz como Ministro de Economía.
Este individuo, profesor de la Facultad de Derecho y proveniente de una familia
adinerada, resultó un representante sin disimulo de David Rockefeller y su
conclave de banqueros internacionales.
El amplio apoyo
brindado a Martínez de Hoz por la camarilla militar que estaba en el poder, le permitió
llevar la política de “dinero escaso y caro” hasta sus peores extremos. De 1976
a 1981, mientras él condujo la economía de la Nación, las tasas de interés
bancario superaron con frecuencia el 400 y el 500 % anual. El capital
especulativo extranjero acudió a raudales a la Argentina y algunos miles de
millones de dólares provinieron de la bolsa de David Rockefeller. Mientras
tanto, exclusivamente para operaciones cambiarias, se mantuvo la moneda
nacional fuertemente sobrevaluada, lo cual dificultó gravemente las
exportaciones argentinas y facilitó al extremo las importaciones. Para poder
mantener ese esquema en funcionamiento, Martínez de Hoz contrató préstamos a
sus amigos, los banqueros internacionales, por 30.000 millones de dólares. Y
ese es, dicho sea de paso, el origen de la “deuda externa” argentina.
Hiperinflación,
descalabro productivo, desocupación y fuerte endeudamiento externo, fueron los
resultados de esa vergonzosa maquinaria de subordinación a los dictados de los
banqueros internacionales y del socio de estos, el Fondo Monetario
Internacional.
Hacia fines de 1983,
los militares transfirieron las riendas del poder a un gobierno
democráticamente elegido. Pero las características principales de la política monetaria permanecieron
intactas, hasta el día de hoy.
Los sobornos y las
presiones, administrados por los financistas internacionales, parecen ser un
factor tan penetrante con los dictadores militares corruptos como con los
gobernantes democráticos corruptos. Este es un hecho que cada día se torna más
evidente en nuestro Mundo Occidental. Y tal vez sea la razón por la cual hemos
venido sufriendo –durante más de cuatro décadas- esta política suicida, que es
buena para los banqueros internacionales y mortal para el pueblo argentino.
Ahora bien, uno puede
preguntarse si esta terrible decadencia, desde 1946, puede deberse con exclusividad
a la actitud débil y/o a la pura estupidez de los argentinos. Aunque yo
lamentablemente debo reconocer que ha existido una dosis de ambas cosas
–debilidad y estupidez- de parte de muchos de mis compatriotas, también debo
manifestar que el sionismo ha usado
eficientes armas complementarias, a fin de obtener los dividendos económicos y
financieros, así como el control aludido anteriormente. A estas armas nos
referiremos a continuación.
Democracia, dictadura, medios masivos de comunicación y terrorismo,
como herramientas complementarias de la estrategia económica y financiera
sionista.
En mi opinión, la
dirigencia sionista no tiene escrúpulos en cuanto al uso de cualquier
instrumento político –no interesa cuan horrible pueda ser- a fin de alcanzar
sus metas económicas y financieras.
Sobornar a un dictador
y a sus colaboradores inmediatos puede parecer más fácil que sobornar y
controlar la cúpula de los partidos políticos, bajo una democracia liberal. Sin
embargo, la realidad ha demostrado que la democracia liberal puede ser más
conveniente, a través de la financiación y el soborno de la dirigencia de todos
los partidos, puesto que un dictador o una camarilla dictatorial, puede no ser
enteramente confiable, en especial si el dictador pretendiera, eventualmente,
prestar alguna atención a las masas y algún “apoyo popular”.
En mi más reciente
libro, “Jesucristo nazi-fascista”, explico con algún detalle cómo y por qué la
democracia liberal se adapta mejor a la estrategia sionista, aunque en
Argentina ambas, dictaduras y democracia liberal, hasta ahora, han servido por
igual a los propósitos del sionismo.
En líneas generales, el
más poderoso instrumento complementario del control económico y financiero que
el sionismo está logrando rápidamente sobre el mundo entero, es su virtual
monopolio, tanto nacional como internacional, de los “medios masivos de
comunicación”.
La Argentina muestra en
la actualidad el grado de perfección alcanzado por el sionismo en su casi
completo control de los medios nacionales de comunicación. En este país, que es
el mío, hay un gran número de estaciones de radio y canales de televisión que
son públicos, vale decir, de propiedad del gobierno. Esto, en gran medida,
facilita la tarea de dominación sionista, porque el sionismo controla al
gobierno y, por ende, controla todos los medios de que el gobierno es
propietario.
En lo referente a los
“medios” de propiedad privada, el problema también resulta relativamente fácil,
puesto que la mayoría de los gastos en propaganda son efectuados actualmente
por grandes empresas multinacionales y por bancos y compañías financieras,
prácticamente todos ellos controlados por los sionistas; por consiguiente,
tales entidades pueden interrumpir el otorgamiento de propaganda pagada a
cualquier medio de comunicación que no preste atención a sus “sugerencias”.
En la Argentina, por
ejemplo, desde 1946, nadie que estuviera privado de la aprobación de la
camarilla sionista dominante ha tenido la menor posibilidad de ser incluido en
un diario de mucha circulación, menos aun si el candidato era conocido por sus
opiniones críticas respecto de las felonías sionistas.
Pero el sionismo puede
ir aún mucho más lejos. Su dirigencia puede desacreditar o calumniar personas,
cualquiera sea su respetabilidad, con la seguridad de que ellos no serán
enjuiciados o penados por ese motivo.
He aquí una prueba
práctica: en mayo de 1985, “Clarín”, el diario de Buenos Aires con mayor
circulación, se despachó acusando al Dr.
Beveraggi Allende, ello es, al que habla, de “echar a estudiantes judíos
del aula en que dictaba clases, en la Universidad de Buenos Aires”. Esta
acusación, absolutamente falsa, fue difundida a través de todos los medios
masivos de comunicación, incluyendo diario y televisión, por todo el territorio
nacional. Yo ni siquiera intenté demandar a los responsables ante los
tribunales, porque descontaba que no obtendría ninguna satisfacción o
reparación en respuesta a una agresión tan injusta.
A través de lo
explicado hasta este punto, el poder de control alcanzado por el sionismo en
Argentina resulta verdaderamente dramático: 1) por una parte, el predominio
económico-financiero logrado por medio del soborno a dictadores y políticos por
igual, en colaboración con la poderosa y bien publicitada red de banqueros
internacionales y agencias mundiales asociadas a ellos; 2) el casi completo
monopolio de los medios masivos de comunicación, lo que les permite imponer los
criterios supuestamente científicos del sionista Milton Friedman y su
“monetarismo”, como una receta “curalotodo” contra la inflación y la
desocupación, aun cuando esta propuesta mágica sea la mejor sugerencia para
hundir a tales países en una espiral infernal de pago de intereses y
endeudamiento externo.
Y permítanme
recordarles, Señores, que no me estoy refiriendo a una hipótesis abstracta, si
no a la triste y concreta experiencia de mi propio país, una nación prospera y
progresista hasta hace 40 años, que ha sido reducida en ese lapso a la
miserable condición de país deudor y subdesarrollado.
Y puedo añadir que el
sionismo ha probado disponer de muchas herramientas complementarias, en apoyo
de sus planes opresivos y destructivos. De estas, mencionaré solamente una,
extremadamente perversa pero también extremadamente eficiente. Y me estoy
refiriendo al terrorismo; al
terrorismo en gran escala y altamente organizado, como aquel en el cual los
israelíes han probado al resto del mundo ser verdaderos maestros. Y el
terrorismo de esta naturaleza puede servir a diversos propósitos estratégicos y
tácticos, como se ha puesto en evidencia en la Argentina, donde dirigentes
intelectuales y prácticos del terrorismo subversivo incluyen nombres de fama
mundial, como los del periodista Jacobo Timerman, y del banquero David Graiver.
El terrorismo manejado por el sionismo fue utilizado en la Argentina
para “desestabilizar” gobiernos, tanto militares como
democráticos-constitucionales, en las décadas de los años 60 y 70; y también
para promover la ideología marxista, pero así mismo para impulsar una “guerra
psicológica” de vastos alcances, dentro y fuera del país, destinada –por
ejemplo- a culpar a los militares de una total insensibilidad por los “derechos
humanos”.
Y la dirigencia
sionista que respaldó a Martínez de Hoz como “capitoste” discrecional de la
economía argentina entre 1976 y 1981, a través del mismo Martínez de Hoz
recomendó a la Junta Militar que gobernaba el país en ese momento que no
aplicara el procedimiento legal en
la lucha contra los terrorista, sino –en su remplazo- la metodología de la
llamada “guerra sucia”.
Pero unos años después,
los sionistas -en una campaña de alcance mundial- condenaban a las Fuerzas
Armadas en su conjunto, por la aplicación de esa técnica que ellos mismos le
habían recomendado a la cúpula militar.
En pocas palabras, el
terrorismo científico aplicado, asociado o no con la droga (una materia en la cual el sionismo tiene el liderazgo, tal
como en Estados Unidos lo ha probado el Executive
Intelligence Review, mediante su libro “Narcotráfico Sociedad Anónima”)
puede ser usado eficientemente, tanto para eliminar un adversario molesto como
para desorientar completamente al pueblo, desviando su atención de cualquier
asunto grave por razones tácticas.
Yo he llamado por años
la atención de mis compatriotas, señalando que “el destrozo y vaciamiento
económico” de la Argentina, por parte de los sionistas, fue siempre acompañado
por una intensa actividad terrorista, promovida también por ellos.
N. de la R.: Conferencia leída en el Instituto de Revisionismo Histórico,
de los Estados Unidos, los Ángeles, California, el 9 de octubre de 1987.
Publicada en Patria Argentina N° 12, octubre de 1987.